Debemos llegar a dominar la impresión de lo intuitivo y presente, que es desproporcionadamente fuerte frente a lo puramente pensado y sabido, no por su materia y contenido, que a menudo son muy insignificantes, sino por su forma, por prestarse a la intuición, por su inmediatez, con los que la impresión importuna el ánimo y altera su tranquilidad o incluso hace vacilarlo en sus propósitos. Algo agradable a lo que hemos renunciado después de reflexionar, nos excita al verlo; un juicio nos hiere aunque conocemos su incompetencia; una ofensa nos enfurece aunque somos conscientes de su bajeza; la falsa apariencia de la presencia real de un peligro pesa más que diez buenas razones contra su existencia etc.
Cuando no podemos dominarlas del todo con el recurso a pensamientos puros, entonces lo mejor es neutralizar una impresión por medio de otra contraria, por ejemplo, la impresión de una ofensa, por medio de encuentros con aquellos que nos tienen en alta estima, la impresión de un peligro que amenaza, por medio de la observación real de lo que actua en contra de él. Cuando todos los que nos rodean son de otra opinión que nosotros y se comportan según ella, es cosa ardua no dejarse conmocionar por ellos aunque estemos convencidos de su error. Porque lo existente, lo que se puede ver, por ser facílmente abarcable con la mirada, actúa siempre con su plena fuerza; los pensamientos y razones, en cambio, requieren tiempo y tranquilidad para ser elaborados mentalmente, de modo que no los podemos tener presentes en cada momento. Según lo que hemos dicho, el conocimiento intuitivo, que nos importuna en todo momento y da a lo insignificante e instantáneamente presente una importancia y significación desproporcionadas, cnstituye una perturbación y falsificación constante del sistema de nuestros pensamientos.
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