martes, 24 de julio de 2007
Festival de Jazz de Montreux . 41 edición.
martes, 10 de julio de 2007
EL DIA QUE TODOS FUIMOS MIGUEL ANGEL BLANCO
Se comprende que Consuelo Garrido, la madre de Miguel Ángel Blanco, encontrara aquí cierta paz, la del camposanto, el día que quiso visitar la última tierra hollada por los pies de su hijo. Pero no es posible permanecer en este lugar sin preguntarse cuánta fue la angustia del condenado, qué pensó cuando le sacaron del maletero, maniatado y vendado de ojos y boca, qué sintió al pisar la hierba y notar el roce de las zarzas, qué olores, qué sonidos, penetraron en su cerebro. En esta corta ladera arbolada sin nombre, el rumor del tráfico de la autopista Bilbao-Behobia, invisible desde la hondonada, es tan intenso a las cuatro de la tarde que hay que cerrar los ojos y concentrarse en la escucha para percibir el murmullo del agua de la regata Oztaran que discurre a pocos metros del lugar del asesinato.
No hay placas, esculturas o crucifijos -la modesta cruz de palo que ensamblaron algunas manos en su día fue eliminada por los amigos de los asesinos-, pero alguien ha grabado la señal de la cruz sobre la corteza del roble a cuyo pie Miguel Ángel Blanco fue abandonado, moribundo, cumplidas puntualmente las 48 horas que ETA dio al Gobierno para que acercara a sus presos a Euskadi.
Los terroristas ejecutaron aquí el experimento del chantaje emocional masivo más depurado, y depravado, de su historia. Se trataba de hacer que España entera se identificara con una víctima propiciatoria: un chico joven, hijo de inmigrantes gallegos, buena persona y concejal de una pequeña población obrera. En línea con lo establecido en la "ponencia Oldartzen (acometiendo)" de "socializar el sufrimiento", se trataba de que todas las gentes de bien comulgaran con la persona de Miguel Ángel Blanco, le transfirieran sus sentimientos más nobles y se colocaran mentalmente en su lugar. Se trataba de llevar al conjunto de la población española al banco de pruebas de un chantaje inhumano con desenlace inminente, comprobar si podían dividirla y sojuzgarla, y luego matarnos a todos un poco con esos dos tiros en la cabeza que acabaron con la vida de su rehén.
"Amatxo (mamá), si a mí me pasara algo así, yo prefería que me mataran", comentó Miguel Ángel, en vísperas de su secuestro, ante las fotografías de prensa que mostraban el rostro cadavérico de José Antonio Ortega Lara, liberado por la Guardia Civil tras haber padecido un cautiverio de 532 días en uno de los zulos, "ataúdes vivientes", que ETA reserva a sus rehenes.
"Miguel era un chico muy nervioso y activo, bastante extrovertido. Contaba chistes con frecuencia y tenía un carácter fuerte, de esos que perseveran en los objetivos. Le gustaba tanto la música [era batería del grupo Póker, con el que amenizó algunas bodas, y admirador rendido de Héroes del Silencio] que la anteponía a sus estudios", comenta su hermana, Marimar.
Según reza la sentencia de la Audiencia Nacional dictada el pasado año, el 10 de julio de 1997, después de comer en su casa, Miguel Ángel Blanco Garrido, de 29 años, licenciado en Empresariales y concejal del PP de Ermua, cogió el tren de las 15.20 horas para volver a su trabajo en la empresa Eman Consulting de la vecina Eibar. A las 15.30, nada más salir de la estación, fue abordado por Irantzu Gallastegi Sodupe, Amaya y Nora, y conducido hacia un vehículo de color oscuro estacionado en una calle adyacente que también ocuparon Francisco Javier García Gaztelu, Txapote y Jon, y el (después) fallecido José Luis Geresta Mujika, Oker. Tres horas más tarde, ETA telefoneó a su radio amiga, Egin Irratia, para comunicar que Miguel Ángel Blanco sería ejecutado si el Gobierno no trasladaba a sus presos a las cárceles del País Vasco antes de las cuatro de la tarde del sábado 12 de julio.
Un escalofrío recorrió la geografía española, a medida que la noticia se propagaba por los hogares, los centros de trabajo, los bares, las calles. El nombre del joven concejal de Ermua saltaba de boca en boca, incluso entre personas desconocidas que esperaban el autobús, que coincidían en un ascensor, como si todos y cada uno de los habitantes de España estuvieran personalmente concernidos. Miguel Ángel Blanco parecía irremisiblemente condenado, no sólo porque semejante chantaje resultaba inadmisible para el sistema democrático, sino también porque, como sabía perfectamente ETA, tampoco había tiempo material para que en el plazo de 48 horas el Gobierno, cualquier Gobierno, pudiera llevar a cabo una operación de la envergadura administrativa y judicial que requiere el traslado de cuatro centenares de presos.
Todo el mundo quería hacer algo para salvar la vida del secuestrado y el ejemplo lo dio el mismo pueblo de la víctima. Si Ermua pudo dar ese ejemplo, fue también porque desde tiempo atrás su Ayuntamiento venía aplicándose a la tarea de contestar a la lógica de la intimidación y el miedo articulando una respuesta social y política al terrorismo. A la media hora de difundirse la amenaza de ETA, los vecinos, movilizados a través de altavoces por la guardia municipal, ya ocupaban las calles, ya gritaban "Todos somos Miguel Ángel", ya mostraban en alto sus manos desnudas, desarmadas, manos de trabajadores y de estudiantes, de amas de casa y de jubilados.
El ejemplo cundió rápidamente por toda España. "Si somos muchos, no se atreverán, no tendrán la desvergüenza, el cuajo, la impudicia, de matarlo", se decía el pueblo, que desfiló un día sí y otro también en los municipios españoles. ¿Un millón de ciudadanos serían bastantes, dos millones, tres millones? Se calcula que seis millones de españoles salieron a la calle durante el angustioso compás de espera colectivo de aquellas 48 horas.
El tiempo pasaba lentamente porque todo el mundo se mimetizó afectiva, emocionalmente, con el secuestrado. Después de tantos años de atentados tremendos, los españoles se habían acostumbrado a encajar el impacto de las muertes fulminantes del tiro en la nuca y el coche bomba, pero no a la ansiedad que produce la agonía programada, ni a la impotencia de comprobar que toda la esperanza estaba en manos de unos sujetos con poder sobre la vida y la muerte. Si el primer día el clamor de libertad emplazó a los terroristas en términos casi respetuosos -Marimar Blanco les decía ante los micrófonos y las cámaras que todo se puede arreglar con buena voluntad-, el segundo dio paso a manifestaciones esporádicas de ira, rotos ya los diques emocionales por la espiral de la tensión. Algunos manifestantes pusieron cerco a las sedes de Batasuna -"¡asesinos, sin pistolas no sois nada!"-, pero incluso en ese momento los amigos de los terroristas contaron con la contención ejercida por otros manifestantes, más templados, que impidieron agresiones físicas y ataques: extintor en mano, el alcalde de Ermua, Carlos Totorica, evitó el incendio de la sede batasuna en su municipio. Y con la segura protección de la Ertzaintza y de la Guardia Civil. "No les protejáis, que luego os matarán", les gritaban los manifestantes a los policías. La gente se abrazaba a los ertzainas y éstos se quitaban el verduguillo y mostraban sus rostros, como si el encuentro entre ciudadanos y policías anticipara el final del miedo vasco.
Ahí, en la ocupación del espacio público abandonado por los huidizos militantes de Batasuna, nacieron el espíritu de Ermua, el Foro Ermua y Basta Ya, la vigorosa reacción ciudadana que marcaría la última década de la lucha contra ETA. Y también, el miedo del nacionalismo institucional vasco a ser desbordado por una oleada de indignación popular que reclamaba otra política, otra estrategia antiterrorista. El miedo a perder el poder y a entrar en una dinámica de confrontación directa con ETA hizo reverdecer en el PNV y EA la vieja tentación del pacto nacional abertzale, consumado posteriormente con el concurso de la IU vasca, en el acuerdo de Estella-Lizarra, que consagraba la exclusión de los no nacionalistas.
"Los contactos con el PNV fueron más fáciles que nunca después de la acción contra Miguel Ángel Blanco", escribió ETA en su boletín interno Zutabe.
Convocadas por Gesto por la Paz y por algunas órdenes religiosas en Euskadi y en otras muchas poblaciones del resto de España, la noche del 11 de julio decenas de miles de personas velaron la angustia general rezando a Dios e implorando a ETA. Rezaba el Papa y la madre de Miguel Ángel Blanco: "Virgen mía, cuídamelo, que ahora está en tus manos y ya es tuyo"; rezaba y lloraba el pueblo de Ermua. España entera oraba, cada uno a su manera, aunque no fuera a dios alguno. Que no amanezca, que no llegue el alba, que se congele la noche, que la piedad prenda en el corazón de piedra de los terroristas, rezaban mentalmente en euskera y en español, en catalán y en gallego, las buenas gentes reunidas en la vigilia de la noche de las velas.
Como dijo el fiscal de la Audiencia Nacional en el juicio celebrado el año pasado, "pocas veces un asesino ha tenido tantos motivos para no llevar a cabo el asesinato. Resulta inexplicable no haber oído el clamor de una sociedad que reclamaba clemencia. Los gritos debieron oírse en todo el País Vasco, incluso en la bajera donde permaneció secuestrado Miguel Ángel Blanco". Claro que, entretenidos como estaban en la animada charla de sonrisas que mantenían en el banquillo de los acusados, Txapote y Amaya (Irantzu Gallastegi) tampoco pudieron escuchar las palabras del fiscal. La piedra en el corazón y el cemento en el cerebro parecían intactos nueve meses después de haber cargado con el peso de la muerte de Miguel Ángel Blanco.
El alba del 12 de julio de 1997 llegó y con ella la sensación de que todo estaba decidido, porque la policía no tenía rastro alguno del comando y porque Batasuna no había mostrado el mínimo atisbo de piedad. "No le matéis", titulaba a primera plana un periódico, imploraban cientos de organizaciones y asociaciones, pedían los criminales en las cárceles. A las 4 de la tarde del 12 de julio, España entera contuvo el aliento. "¿Cómo voy a comer si están matando a mi hijo?", decía Consuelo Garrido.
Cuando los relojes dieron la hora, no pocos españoles creyeron oír los disparos y hasta sintieron el impacto de la bala en la nuca. No así, por lo visto, los vecinos que habitan las casas más próximas al lugar del asesinato, en la loma de la vaguada del barrio de Azobaca. De hecho, Miguel Ángel Blanco fue encontrado, casualmente, a las 16.40, por un grupo de perros del vecindario que habían sido soltados en la zona para que se bañaran en la regata Oztaran. "Perdimos de vista a los animales cuando nos acercábamos a ese paraje y como les llamábamos y les llamábamos y no obedecían, nos pusimos a buscarles. Los encontramos allí, junto al cuerpo de un chico joven que parecía dormido", contaron los dueños de los perros.
El concejal de Ermua estaba tumbado boca abajo, tenía las manos atadas por delante con un cable eléctrico y un zapato fuera. Respiraba todavía. Durante unas horas, pareció que el milagro se había realizado. "Tiene una herida en la cabeza, pero es superficial", le comunicó una ertzaina exultante de alegría a la hermana de Miguel Ángel Blanco. La gente recuperó el aliento, pero el respiro duró poco porque, como constataron rápidamente los médicos, la realidad era muy diferente. El joven vasco tenía alojado en la cabeza un segundo proyectil que había destruido centros vitales de su cerebro. Su estado era prácticamente irreversible.
Murió a las tres de la mañana del 13 de julio, aunque los médicos y la dirección del hospital tardaron casi dos horas en certificar y comunicar el fallecimiento. Nadie quería dar carta de naturaleza a noticia tan desgraciada. Las gentes besaban la fotografía de Miguel Ángel Blanco, que poblaba, omnipresente, las calles, y escribían sobre ella palabras hermosísimas cargadas de amor y de tristeza, y también de determinación. España tenía el corazón roto y los ojos enrojecidos. Fue un asesinato a cámara lenta que provocó la catarsis ciudadana, el llanto y quebranto de la nación de las personas de bien, la explosión de las emociones más puras y la forja de una renacida voluntad por acabar con esos sujetos tan despiadados.
El calvario imaginado se confirmó enseguida, a la vista de las uñas ensangrentadas y de la acusada deshidratación de la víctima. Porque Miguel Ángel Blanco exudó enormemente durante su secuestro, sudó lágrimas, pero, sobre todo, sudó el miedo y la angustia del que se sabe condenado a muerte. Desde el lugar en el que se consumó el crimen, es fácil suponer los movimientos de los terroristas. Cumplida la hora, los asesinos debieron de sacar a Miguel Ángel de su lugar de cautiverio, situado probablemente en el mismo municipio de Lasarte o sus proximidades, y lo trasladaron en coche por la pista forestal que serpentea junto a la regata Oztaran y comunica con la vecina Urnieta. Detuvieron el vehículo a pocos cientos de metros del casco urbano, sacaron del maletero al concejal y después de caminar con él unos pasos ladera abajo, le dispararon por la espalda dos tiros en la cabeza.
Según los hechos probados en la sentencia dictada por la Audiencia Nacional el 30 de junio del año pasado, Irantzu Gallastegi permaneció dentro del coche en actitud vigilante, mientras José Luis Geresta sujetaba a Miguel Ángel Blanco y Txapote realizaba el primer disparo. "¿Estaba consciente la víctima cuando recibió el segundo tiro?", preguntó el fiscal a los médicos que practicaron la autopsia. "Entendiendo la consciencia como un estado de alerta, sí", contestaron. Con el primer disparo, Miguel Ángel Blanco perdió el equilibrio e hincó sus rodillas en tierra, pero continuó erguido. Seguramente, también él intentó echarse las manos a la cabeza o levantarlas al cielo implorando clemencia, mientras esperaba el tiro de gracia. Durante el juicio, la madre de Miguel Ángel Blanco no pudo apartar la vista de las manos del asesino.
martes, 3 de julio de 2007
LEYENDAS CELTAS. EPISODIO 13. (en recuerdo de Bosly).
LA ÚLTIMA PALABRA DE LOS ACUSADOS EN EL JUICIO DEL 11 - M
SINOPSIS. JUICIO 11 - M
- Dos supuestos autores materiales. Uno, Abdelmajid Bouchar, por estar junto a los suicidas de Leganés, de quienes la fiscalía da por hecho que fueron autores materiales, aunque no se hayan encontrado huellas de todos ellos en el resto de escenarios asociados al atentado. El otro, Jamal Zougam, por haber sido identificado en tres trenes diferentes, aunque no haya ADN ni huellas suyas en ningún lugar relacionado con el atentado. Bouchar y Zougam eran muy parecidos físicamente en aquel momento. A Zougam también se le atribuye el suministro de las tarjetas y los teléfonos empleados a fabricar las bombas.
- Un supuesto encargado de las finanzas de la célula islamista a través del tráfico de drogas, Hamid Ahmidan. Un supuesto falsificador de documentación, Nasrredine Bousbaa. Y un grupo de 'machacas' de confianza del líder operativo que llevaron a cabo diferentes labores logísticas o de mero apoyo: Otman el Gnaoui, Rachid Aglif, Saed el Harrak, Abdelilah el Fadual el Akil, Mahmud Slimane, Mohamed Bouharrat.
- Miembros de una célula islamista a los que se atribuye una relación con el atentado que no ha podido concretarse ni en la fase de instrucción ni en la vista oral. Aquí estarían los habitantes de la calle Virgen del Coro, controlados por la Policía antes del 11-M (Mouhannad Almallah Dabas, Fouad el Morabit y Basel Ghalyoun); y Larbi ben Sellam, cabecilla de la organización con vínculos en el extranjero que se encargaba de la captación y de las huidas.
- El grupo de asturianos responsabilizados del suministro de explosivos. El supuesto líder de la trama, con más vínculos ineludibles con los terroristas, es Emilio Suárez Trashorras. Su ex cuñado Antonio Toro y su ex esposa, Carmen Toro, tienen un papel sin esclarecer en el negocio, aunque su situación en lugares y fechas clave de la negociación los han convertido en cómplices de Trashorras. Algunas acusaciones apuntan más alto, aunque sin pruebas. Por otro lado, están los trabajadores de Mina Conchita que, supuestamente, participaron en una supuesta sustracción masiva del explosivo. Y por otro, dos chicos que hicieron de correo para, también supuestamente, traer dinamita o detonadores a Madrid. Todo esto, según la fiscalía.
- Finalmente, Rafa Zouhier, confidente de la Guardia Civil que, presuntamente, puso en contacto a los terroristas con los traficantes de explosivos.
La deliberación de la sentencia puede durar hasta cuatro meses antes de su lectura pública. No es descabellado prever que podamos encontrarnos con alguna absolución. De hecho, durante la vista oral se ha producido una, la del joven Brahim Moussaten, al que la Fiscalía y las acusaciones particulares retiraron los cargos al comprobar que la única prueba en su contra aportada por el Ministerio Fiscal era incorrecta.
Gracias a la vista pública del juicio, hemos podido comprobar cómo algunos cargos imputados se sustentan en pruebas que no son todo lo sólidas que cabría esperarse en la causa por el mayor atentado de nuestra historia. La debilidad de algunas de ellas las ha rebajado a la categoría de indicio. Cómo las interprete el tribunal es la gran incógnita de este proceso, en el que se pueden sentar precedentes sobre, por ejemplo, la importancia que puede suponer haber mantenido contactos telefónicos con un autor material de un atentado en las fechas previas al mismo o la relevancia que puede tener ser un islamista radical para ser considerado un terrorista en potencia o miembro de un grupo terrorista.
De lo que sí se han presentado pruebas, aunque no todas las que algunas acusaciones deseaban, es de que ETA no ha participado en los atentados.
Lo más frustrante, no haber podido averiguar quiénes y cómo llevaron a cabo el atentado el 11 de marzo de 2004. Tampoco hemos podido saber a ciencia cierta el tipo de dinamita que estalló en los trenes, clave para responsabilizar de las muertes a determinados acusados.La vista oral también ha puesto de manifiesto que las Fuerzas de Seguridad controlaban a parte de los supuestos autores (fallecidos en el suicidio colectivo de Leganés) y a algunos de los ahora procesados. ¿Cómo es posible que nadie llegara a interceptar sus planes? Ésta ha sido la pregunta inevitable a lo largo de todo el juicio. "La gran faena es que siempre fuimos un paso por detrás", reconoció uno de los policías que declaró ante el tribunal.
Un macrojuicio de estas características podía haberse prolongado 'sine die'. Sobre 28 procesados, han comparecido más de 309 testigos, 117 de ellos policías y guardias civiles. Además, han intervenido 71 peritos para exponer sus informes contra los acusados. De estos, todos son policías, menos 16 forenses y 13 particulares.
El presidente del tribunal, Javier Gómez Bermúdez, anunció su previsión al comienzo de la vista oral del juicio, el 15 de febrero: quedaría visto para sentencia en julio. Hoy es 2 de julio. En estos cuatro meses y medio, el magistrado ha ido moldeando el calendario de sesiones para acabar en plazo, señalando más o menos por semana en función del ritmo mantenido.
Desde el principio, ya recibió elogios por dar muestras de que lo tenía todo controlado: los hechos, el sumario, lo que podía aportar cada testigo y cada prueba, lo que podía durar cada comparecencia... Y así ha sido. Si bien ha dejado que la Fiscalía, los abogados de la defensa y las acusaciones particulares exprimieran a cada testigo y cada perito, también ha tenido la lucidez de cortar en seco cuando podía adivinar que el testigo o el perito de turno ya no podían aportar nada más a la causa, impidiendo digresiones y debates estériles.
La perspicacia que ha demostrado para darse cuenta de detalles relevantes que otros dejaban pasar por alto le ha puesto en bandeja la confianza de todos y cada uno de los 49 abogados (26 defensores y 23 acusadores). Y lo que es más significativo: las víctimas, divididas desde el principio por la solvencia que otorgaban al trabajo de la Fiscalía, confiaron en él en cuanto comprobaron su inteligencia y su actitud imparcial.
Hábil en la exhibición de su autoridad, ha hecho gala de templanza e inteligencia hasta en los momentos más delicados como la huelga de hambre de los presos o la investigación que le abrió al ex director de la Policía Agustín Díaz de Mera por negarse a declarar una información relevante.
Junto a él, en la toma de decisiones, siempre, los otros dos miembros del tribunal, Alfonso Guevara y Fernando García Nicolás.
Pese a su complicación, ha sido un juicio impecable, según reconocen los abogados que han tomado parte en el proceso. La mayoría opina todo lo contrario de la instrucción judicial de Juan del Olmo que le ha precedido y en la que se ha sustentado. Los letrados, sobre todo los defensores, denuncian no haber podido tomar parte en la práctica de pruebas. El secreto sumarial mantenido hasta 10 meses antes del juicio, ha perjudicado, sobre todo, a los procesados, que desconocían los cargos presentados por la Fiscalía y las pruebas que los sustentaban.
La mayor parte de los abogados ha mostrado una dedicación casi exclusiva a la causa. Los que asisten a las víctimas personadas como acusaciones, por la responsabilidad que supone hacerles justicia; los defensores de los procesados, por demostrar que la investigación no ha sido lo rigurosa que un proceso así requiere para encerrar en prisión a los culpables. Extraido del diario el mundo.
JUICIO 11 - M SUMARIO 20/04 QUINCUAGÉSIMO SEXTA SESIÓN. (informe defensa de Jamal Zougam por el letrado Jose Luis Abascal).
Además, ha advertido, "el reconocimiento debe ir acompañado de pruebas". Y no las hay. No hay rastros genéticos, ni huellas, ni ropas de Jamal Zougam en ninguno de los lugares investigados. Tampoco hay testigos que lo hayan visto en Leganés o en la finca de Morata de Tajuña. Los procesados que trabajaron en la casa de esta localidad, junto a Jamal Ahmidan 'El Chino' han dicho no conocerlo. "Es el chivo expiatorio, el cabeza de turco", ha afirmado.
Lo acusan de haber proporcionado las tarjetas que, supuestamente, usaron los terroristas para activar los teléfonos con los que construyeron las bombas de los trenes. En realidad, sólo de una de ellas, la que apareció en una bolsa bomba que apareció en la comisaría de Puente de Vallecas entre los objetos personales de los pasajeros del tren que estalló en El Pozo. Es la única prueba que vincula a su cliente con los atentados.
El teléfono móvil que formaba parte del artefacto explosivo condujo a la tienda que Zougam tenía en el barrio de Lavapiés. Se descubrió que la tarjeta de ese teléfono se había vendido en una partida de 30 tarjetas en aquel comercio y que algunas de ellas fueron activadas en las 24 horas previas al atentado en Morata de Tajuña, donde, supuestamente se prepararon las bombas.
El letrado ha comenzado denunciando las perversiones del lenguaje que, a su juicio, hay en el escrito de acusación de la fiscal, Olga Sánchez. La realidad es que las tarjetas relacionadas con el atentado fueron "vendidas" en la tienda que Zougam tiene en Lavapiés, y "no se puede acusar a una tienda de vender tarjetas", ha argumentado Abascal. Y tampoco se puede responsabilizar a la tienda del "uso" que los clientes den a la mercancía, ha añadido.
La defensa ha planteado por qué iba a vender Zougam las tarjetas a sus supuestos compinches en el atentado. Segundo, si hubiera tenido algún vínculo con los terroristas, habría huido, ha afirmado. José Luis Abascal ha asegurado que no hay manera de demostrar que Zougam conociera a quienes compraron las tarjetas y mucho menos que conociera el propósito de quienes las compraron. De hecho, él no hacía tareas de venta ni controlaba la mercancía, sino que era su socio, Mohamed Bekali, quien lo hacía. "No ha cometido ilícito penal alguno vendiendo tarjetas. Es su negocio", ha sentenciado el abogado, reclamando la "absoluta inocencia" de Zougam.
Pero Zougam era un 'viejo conocido' de la Unidad Central de Información Exterior (lo declararon varios policías en el juicio) porque ya había sido observado por encargo de la policía francesa. El letrado lo ha presentado como un "cabeza de turco" y, aunque en ningún momento ha afirmado tajantemente que la bolsa bomba fuera una prueba falsa, colocada a propósito por las fuerzas de seguridad, para dirigir la investigación todo su discurso llevaba a esa conclusión. Abascal ha explicado cómo el procedimiento empleado por las fuerzas de seguridad en el traslado de los efectos personales de El Pozo hacen que no pueda descartar cualquier hipótesis, por descabellada que parezca.
Los Tedax de la Policía revisaron los trenes hasta tres veces y sacaron a los andenes todos los efectos personales encontrados. ¿Cómo no iban a reparar en una bolsa de 10 kilos de peso?, se pregunta el letrado. De hecho, un agente descubrió una bolsa que sacó al andén, donde fue explosionada.
Aquí comienza la denuncia de la mala organización policial que pudo facilitar la colocación de la prueba falsa, según el letrado: en el escenario entraron dos hombres que dijeron ser policías, pero no se identificaron como tales, los agentes que transportaron los objetos no hicieron ningún inventario de ellos; ni siquiera contaron las bolsa grandes de basura en las que los metieron. Viajaron en dos furgonetas a la comisaría de Villa de Vallecas; de allí a la de Puente de Vallecas; de allí a Ifema, donde fueron descargados (allí se rompió la cadena de custodia); y de allí, de vuelta a Puente de Vallecas, donde a medianoche empezó el inventario de objetos y hacia las 2.00 de la madrugada un agente en prácticas encontró la bolsa bomba.
De esa tarjeta no consta su número de teléfono en ninguna parte, ha denunciado el letrado, que se ha preguntado por diversas irregularidades en el comportamiento de la Policía desde que se hace cargo de ella hasta que llega al locutorio de Zougam, en Lavapiés el 13 de marzo, dos días después del atentado. De hecho, el letrado ha llegado a plantearse "si es que existió alguna vez". Si condujo a otros dos comercios, el primer distribuidor y el liberador de teléfonos, por qué sólo ha resultado procesado Jamal Zougam y no los dueños de esos negocios. El primer testigo dijo haberlo visto en el tren que estalló en El Pozo. El problema es que él mismo sembró la duda sobre su testimonio cuando declaró ante el tribunal. Al día siguiente de los atentados, ante la policía, dijo que lo había visto en el piso de abajo del vagón. La bomba estalló en el piso superior. Por eso, el testimonio no era determinante. Pero llegó el juicio, y el testigo dijo que lo había visto arriba. Después de que el letrado insistiera en su contradicción, el testigo acabó reconociendo que no se acordaba y que la memoría la tendría más fresca el día de su declaración policial que ahora, tres años después. "La primera versión es la que debe prevalecer", ha defendido.
Por otro lado, el testigo dijo el día 12 de marzo que el supuesto Zougam llevaba una férula en la nariz y un gorro, y que apoyo su cabeza sobre las manos, hacia delante, por lo que no le vio la cara. En el juicio, afirmó que le había visto "unos instantes". El testigo iba durmiendo y se despertó cuando llegó el supuesto terrorista a sentarse frente a él; lo vio meter bajo el asiento una bolsa oscura y pesada. ¿Cómo puede saber que era pesada si estaba ya en el suelo?, se ha preguntado el letrado. ¿Cómo es posible que, yendo medio dormido, recuerde perfectamente la bolsa?, ha planteado. La respuesta, para el abogado, es que la memoria juega malas pasadas y que, cuando creemos o queremos creer algo, lo afianza la memoria en el recuerdo de su percepción.
La defensa de Zougam concluye que el hombre que dijo ver a Zougam estaba sugestionado al hacer su declaración: llevaba oyendo y leyendo noticias del atentado desde que se produjo y "tenía una fijación" con que había visto a "un moro o un gitano" en el tren. Abascal también ha planteado lo siguiente: ¿Por qué en un vagón casi vacío, como dijo el testigo, iba un terrorista a sentarse frente a alguien con el propósito de dejar una bolsa abandonada sin temor a que el otro pasajero le llame la atención sobre el objeto olvidado?
Después están las dos mujeres que dijeron haberlo visto en el tren que estalló en Santa Eugenia. El abogado considera que lo que afirman estas testigos (la C-65 y la J-70) "es todo mentira". La C-65 declaró ante la policía y ante el tribunal que se fijó en un joven que pasó deprisa, con una mochila al hombro, y empujando a un joven que había sentado frente a ella. "Qué maleducado", penso la mujer. Sin embargo, según el letrado, no pudo verle el rostro, ya que caminaba de espaldas a ella. En lo que respecta a la testigo J-70, Abascal considera que no tiene credibilidad porque declaró ante el juez instructor en febrero de 2005, un año después, y contó cosas sobre el episodio vivido por su compañera que ni ella misma había declarado. Para esta defensa, es determinante que sus testimonios se produjeran después de que el rostro de Zougam saliera publicado por los medios de comunicación de todo el mundo. Ambas negaron haber visto a Zougam en la televisión o en la prensa, pero el abogado considera que eso es imposible pues su cliente fue, durante mucho tiempo, "el culpable oficial" del 11-M.
A la cuarta testigo, apenas la ha tenido en cuenta, puesto que a quien identificó en un primer momento fue a Abdelmajid Bouchar, bajando en la estación de Entrevías del tren que estalló en la calle Téllez. Pidió una "sentencia absolutoria, por el bien de España", que motivó un incidente en la sala que salpicó a víctimas, abogados de acusación y periodistas, y obligó al juez Gómez Bermúdez, a hacer, el último día, el primer apercibimiento de desalojo de la sala.